jueves, 27 de noviembre de 2014

Crónicas de un amor platónico (parte 11)


A menudo pensaba que la vida está hecha a base de los conocimientos y las experiencias obtenidas, con el paso de los años, y que esos conocimientos y esas experiencias son las  que definen la misma vida. Pero hasta hace realmente poco me doy cuenta de que en realidad no es así. Y lo sé, no solo porque lo haya leído en los libros o visto en las películas, sino también porque lo siento y lo vivo en primera persona. Acabo de descubrir un gran secreto.

La vida no se compone de conocimientos...sino de recuerdos.

Porque ahora me doy cuenta, cada vez que giro la cabeza y miro atrás, que tanto la inmensa mayor parte de mi reciente infancia como de mi nueva preadolescencia, están hechas a base de recuerdos. Pero no de recuerdos cualquiera, sino de recuerdos especiales. Y esos recuerdos son todos de pequeños momentos, de breves instantes, de fugaces segundos que nunca olvidé e irremediablemente tampoco podré olvidar. Y lo más bonito de todo es que, en todos ellos, en esos momentos, en esos instantes, en esos segundos, por distintas razones y diversos motivos, era feliz.

Y así es exactamente cómo me sentía en cada uno de los recuerdos que conservo de Érika. En todos ellos, desde el instante del beso en que me enamoré de ella, hasta ahora, era muy feliz. Y puedo asegurar también que, la mayor parte de los recuerdos felices de mi vida, los tengo junto a ella.

Recuerdos tales como: hablar en clase o saludarnos, mirarnos por unos escasos segundos, salir juntos a la pizarra, correr juntos en educación física, jugar juntos en el recreo, sentarnos juntos en cualquier sitio, compartir comida en contadas ocasiones, ir cerca de ella en las excursiones, oír su voz llamándome, la mía tímida e insegura llamándola a ella, mirarla cuando no me ve, el momento en que le devolví su estuche de las manos de Daniel, o incluso el instante en que ella fue la única chica que acudió en mi ayuda y mencionó mi nombre como el de la persona que le gustaba...todos esos, y quizá muchos más de los que no me acuerdo, son parte de los recuerdos inolvidables que marcaron mi vida, y que estoy seguro no podré olvidar jamás.

Aún sigo pensando en Érika cada día, en algún momento y casi siempre de forma inconsciente, sacándome una dulce  y tierna sonrisa al instante. Me sorprendo de mí mismo cada vez que la recuerdo, llevándome a menudo una grata y agradable sorpresa.

Una de las mayores sorpresas la encuentro un día de fin de semana, mientras ayudo a mis padres y mis hermanos a ordenar el trastero del garaje. Cuando abro una reciente caja con libretas y material escolar del colegio, siento nostalgia al descubrir mis viejos cuadernos y libros de Primaria. Mientras ojeo las páginas de una libreta de hace por lo menos tres años, encuentro un nombre escrito que hace que me ruborice y la cierre enseguida.

Después de asegurarme de que nadie ha visto mi reacción, vuelvo a abrir despacio la misma libreta y por la misma página, aparentando tranquilidad y seguridad. Lo que encuentro no es otra cosa que la letra de un poema: una canción para dormir a una niña llamada "Elisa". Sin embargo, y a pesar de que la letra en sí no dice nada interesante, lo que más me llama la atención es que, en el lugar del nombre de Elisa, hay otro nombre escrito. Un nombre que, con solo oírlo o pronunciarlo, me hace temblar y a la vez sonreír.

La letra del poema dice así:

"Pajarillo que cantas
en la ventana,
ten cuidado que Érika
ya está acostada.
Pajarillo que cantas
en el almendro,
ten cuidado que Érika
se está durmiendo.
Pajarillo que cantas
en los olivos,
ten cuidado que Érika
ya se ha dormido.
Ten cuidado que Érika
va por las barcas
Si la despiertas puede
caerse al agua.
Ten cuidado que Érika
va por los pinos.
Si la despiertas puede
llorar de frío.
Ten cuidado que Érika
va por la nieve.
Ten cuidado, no cantes,
no la despiertes.
Pajarillo que vuelas
sobre la almohada,
en tu pico llevas las luces
de la montaña."

Al principio no me lo creo, pero luego me doy cuenta de que es real y tangible: yo mismo escribí ese nombre en los espacios donde iba el nombre de Elisa. Y encima seguramente la profe lo vio a la hora de corregir la libreta. ¡Mira que soy idiota!

Por suerte han pasado varios años después de eso, así que supongo que, entre tantos alumnos y cuadernos, ni siquiera la maestra se acordará de eso.

Tras ojear la libreta, vuelvo a cerrarla con una dulce sonrisa esbozada en mi rostro, y la dejo en su caja junto con el resto de material escolar del colegio. Prefiero dejarla y conservarla, igual que todos mis recuerdos del pasado junto a ella. Todavía sigo sin creerme que haya escrito su nombre.

Esa es una de las tantas sorpresas que me llevo a menudo al pensar en Érika, pero no es ni mucho menos más sorprendente que la que viene al llegar el segundo año de instituto. Una sorpresa cuyo recuerdo también pasa a formar parte de mi memoria, y a marcar de forma especial mi vida.

De nuevo ella y yo volvemos a coincidir en la misma clase.

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