sábado, 31 de enero de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 18)


Siempre he pensado que, a lo largo de la vida, y más concretamente en la académica, siempre hay un curso especial, uno sobre el resto que destaca de alguna manera muy positiva. Es distinto para cada uno, pero para algunos quizá el mismo, al sentirlo de la misma forma. Ese curso suele ser el más recordado, no solo por los buenos recuerdos que se mantienen, sino también por las increíbles experiencias vividas en el mismo. Esas experiencias son los momentos, los instantes, los contados segundos de felicidad plena en que nos sentimos muchísimo más felices que nunca.

En mi caso, ése curso especial, para mí, es sin duda el cuarto año de instituto. Nunca imaginé jamás que ocurrieran tales cosas entre Érika y yo, y mucho menos que fueran situaciones tan idílicas, propias de sueños infantiles como los que tenía en el colegio. Porque a decir verdad, cuando me encuentro en esos momentos, en esos instantes, siento que de verdad estoy inmerso en un cuento de hadas.

Además de felicitarnos todos los años por nuestros cumpleaños en clase, una costumbre habitual cada año y que aparentemente no tiene nada de especial, también hemos adquirido el hábito de saludarnos y despedirnos casi todos los días a la entrada o salida del centro. Esos saludos y despedidas ocurren casi siempre a la salida, acompañados de una sonrisa, y que me hacen terminar la jornada escolar con una increíble alegría y felicidad interior. También hay ocasiones en las que, cuando camino por la carretera, Érika pasa en un momento dado montada en el coche de sus padres, y se asoma por la ventanilla abierta gritando mi nombre y moviendo su brazo y mano abierta, sonriendo. Le correspondo con el mismo gesto, sonriente, y continuo tranquilamente el camino a casa, hasta verla desaparecer a lo lejos todavía montada en el coche. Me siento muy feliz por el sencillo gesto de Érika, y que solo ella me produce.

En otra ocasión también voy corriendo a toda velocidad para recoger algo que he olvidado. Como tengo prisa y no dispongo de mucho tiempo, acelero todo lo que me permiten mis piernas, y mirando distraídamente al suelo. Entonces, de repente y en un momento dado, choco con alguien. Nuestros hombros reciben el golpe, lo bastante fuerte como para que nos tambaleemos y casi perdamos el equilibrio. Oigo la queja de una voz femenina, y al darme la vuelta descubro asombrado que se trata de nada más y nada menos que Érika. Nos miramos sorprendidos y perplejos por un solo segundo, y le pido disculpas apresuradamente, muy avergonzado, antes de girarme y retomar la carrera, dejándola con la palabra en la boca.

Cierto día en clase también nos toca juntos como pareja hacer un pequeño monedero con el cartón de un zumo de frutas, como parte de un taller de material reciclable. Aunque me pongo nervioso estando tan cerca de Érika como de costumbre, y a la vez trato de disimularlo lo mejor que puedo, al final el monedero acaba saliendo bastante bien. Lo mejor de todo es que, al acabar, nuestra profesora nos pregunta qué tal nos fue, y ella le enseña nuestro resultado con una amplia sonrisa dibujada en la cara, a la vez que dice: "¡Si es que Edu y yo formamos un buen equipo!"

Y por decir "equipo", otro nuevo día estamos todo el instituto observando una competición de atletismo, en el campo de fútbol del mismo. Los participantes corren alrededor del circuito jugando al relevo, cuando de pronto uno de los de nuestra clase no puede seguir corriendo por una ligera lesión en un tobillo. De repente y sin saber quién o cómo, alguien se acuerda de mí y de mi excelente capacidad de velocidad, y me seleccionan de entre las gradas para correr. Todo sucede muy rápido, porque apenas hay tiempo. No llevo chándal ni ropa deportiva, sino unos vaqueros normales, pero aún así lo intento y corro con todas mis fuerzas, sustituyendo al recién lesionado participante. Y mientras lo hago, oigo a mis compañeros de clase gritando a lo lejos mi nombre desde las gradas, animándome. Entre ellos reconozco la voz de Érika, gritando mi nombre y apoyándome igual que el resto, y me siento muy feliz por ello. Corro animado por ella.

Otro importante momento de este curso ocurre a finales de Marzo, en una hora libre en la que no viene el profesor. Mientras veo a Érika y a otro grupo de compañeros de clase sentados alrededor de una mesa, se me ocurre una idea. Ya que últimamente he recibido varias dedicatorias de mis amigos y amigas escritas en la agenda, pienso que podría ser una buena oportunidad para conseguir aquella lejana dedicatoria que quiso escribirme una vez Érika, en segundo año.
Para ello, me acerco a la mesa con agenda en mano, y le pido abiertamente la dedicatoria a uno de los chicos que hay ahí sentados, que accede de buen agrado a escribirla. Mientras lo hace, se me acelera el corazón al oírle decir a Érika, allí presente y mirando, que cuando acabe se la deje a ella, para también escribirme una dedicatoria.

Tiemblo por dentro mientras la veo escribiendo en mi agenda, pero evito fijarme en el contenido escrito. Prefiero que lo acabe y así pueda luego leerlo todo seguido, con más tranquilidad. Cuando acaba, me devuelve la agenda con su ya desde siempre jovial sonrisa, y yo le devuelvo el gesto correspondiéndola con otra igual, a la vez que le doy las gracias y me despido.

Paso las siguientes horas de clase sin abrir la agenda, atendiendo a la pizarra y a las explicaciones del profesor. Aunque parezca concentrado en lo que está explicando, por dentro me muero de ganas de leer lo que me ha escrito Érika. En muchas ocasiones la curiosidad me tienta a abrirla por la página en blanco que ha usado ella, pero como soy paciente y puedo esperar, consigo retener mis ganas y llegar hasta la última hora de la jornada sin tocarla.

Ya en mi casa, sentado en mi cama, por fin me decido a leerla tranquilamente y con calma. Cojo la agenda, todavía temblando un poco, y la abro por la página en blanco que ha usado Érika para escribir su dedicatoria. Esto es lo que leo a continuación:

"Para Eduardito:
     Hemos compartido muchos momentos desde los tres años; que nos han alegrado o nos han defraudado. Ahora tenemos 16, y espero seguir viviendo muchos momentos inolvidables junto a ti y toda nuestra clase.
                                       Muchos besos. Ánimo y suerte.
                                                                        Érika"

Cuando acabo de leer la dedicatoria, todavía estoy con los ojos y la boca abierta de sorpresa. Me pregunto si eso realmente lo ha escrito ella, y si de verdad no estoy soñando. Al final acabo por asumir que sí, y pego un repentino grito de euforia y alegría, como nunca antes lo he hecho. En esta ocasión la sonrisa de felicidad es enorme, y suspiro de alivio mientras abrazo la agenda contra mi pecho, sintiendo latir el corazón con fuerza.

No dejo de pensar que quizá Érika sí se acuerde de alguno de los momentos que pasé con ella, y que para mí fueron especiales. Que quizá haya alguna posibilidad de que, aunque no lo parezca, ella también los recuerde con cariño y de una forma especial.

Pienso que, entre tantos momentos juntos, este sin duda podría ser el mejor curso de mi vida: ése que destaca de forma muy positiva sobre el resto. Pero sin embargo, completamente absorto en mi felicidad, lo que no sabía es que lo mejor estaba aún por llegar.

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