viernes, 24 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 37 y Final)


En toda historia, tal y como se conoce desde siempre, hay dos partes importantes: el principio y el final. Gracias a los inicios se conoce cómo empieza, y gracias a los finales se conoce cómo acaba. Estos dos elementos son necesarios en toda historia, y se necesitan el uno al otro para poder contarla. No existe un final sin un principio, del mismo modo que tampoco existe un principio sin un final. Se trata de un hecho que ha permanecido siempre y así lo seguirá siendo, inexorablemente, hasta el final de los tiempos.

Han pasado más de diez años desde aquel primer beso en la mejilla que me dio Érika, y del cual me acuerdo como si lo hubiera vivido ayer. Lo mismo sucede con el resto de recuerdos posteriores, durante los siguientes años de infancia y adolescencia. Todos ellos me han dejado una enorme y profunda huella, no solo en la memoria sino también en el corazón, que han perdurado con claridad y nitidez hasta el día de hoy. Gracias a esos recuerdos y a los sentimientos vividos soy la persona que soy ahora, y no me arrepiento de nada.

Soy consciente de que he cambiado. No sé si a mejor o a peor, pero lo he hecho. Ya no soy aquel niño pequeño torpe e inseguro, que a todo temía y de todo tenía miedo. Ahora que ya he crecido y me he convertido en todo un hombre, que he madurado como persona, me siento completamente diferente a como lo era antes. Ahora que he ganado mayor confianza y seguridad en mí mismo, ahora que me noto más fuerte y más decidido, siento que soy capaz de hacer cualquier cosa. Gozo de una fuerza de voluntad inquebrantable, que no se rinde ante nada y con la que nadie puede pararme. Se trata de una de mis mayores virtudes, de la que me siento más orgulloso.

Por supuesto, Érika también ha cambiado. Ya no es la misma de antes. Ella también ha madurado, se ha convertido en toda una mujer. A mis ojos la veo mucho más valiente, más luchadora y sobretodo más segura de sí misma. Cada vez que la miro veo en ella a la niña que recuerdo del colegio, y una sensación de tierna nostalgia me invade. Verla ahora como profesora también me llena de alegría y felicidad, ya que es lo que siempre ha querido ser. No me cabe la menor duda de que será una gran maestra, y que sus futuros niños y niñas la recordarán por siempre el resto de sus vidas.

Mis sentimientos por ella no han cambiado. Ni siquiera cuando creía que habían desaparecido durante un par de años. Volví a enamorarme de ella por segunda vez en el mismo lugar donde lo hice la primera vez, en el colegio donde nos conocimos siendo pequeños. Me doy cuenta de que Érika es y ha sido siempre mi amor platónico, desde mi más tierna infancia. Nunca ha habido otra persona que ocupe su lugar. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé por qué estoy enamorado de ella. No tengo ningún motivo o razón que lo justifique. Simplemente es así.

Desde hace muchos años llevo pensando en la posibilidad de decirle la verdad, de confesarle mis sentimientos. No llegué a planteármelo seriamente hasta llegar al último curso de Educación Secundaria Obligatoria, y ni siquiera llegado el momento fui capaz de hablarle. No solo debido al miedo, sino también porque no era el momento adecuado. No estaba preparado a nivel emocional, y seguía sin estarlo tampoco en el último año de Bachillerato, donde por primera vez dejó de gustarme Érika.

La situación ahora es muy diferente. Ya no somos chiquillos adolescentes, sino adultos plenos y derechos. Ya no estamos en el instituto, sino en la universidad. Ya no estudiamos por obligación sino porque queremos. Ya no pensamos en el presente sino en el futuro. Son todos esos cambios, y más precisamente nuestra maduración personal, los que hacen que las circunstancias sean ahora muy distintas. Entre esos cambios llega el de la paz y la tranquilidad, el de sentirse bien con uno mismo y con los demás. 

Desgraciadamente para mí, a pesar de haber madurado y ser mejor persona de lo que era antes, aún conservo un importante asunto pendiente, algo que todavía no he hecho y me remuerde por dentro la conciencia. Ese asunto, ese deber pendiente que me llama y que debo resolver cuanto antes, es lo que me incomoda, lo que a veces me impide dormir por la noche. Y sé perfectamente qué asunto es, porque se trata del origen a todo lo que concierne mi evolución y personalidad.

Para resolverlo solo hay una única solución posible.



Me he dado cuenta, con el paso del tiempo y de los años, de que nunca seré capaz de abrir mi corazón a alguien. No al menos hasta que le haya dicho a Érika lo que siento por ella. Esa chica es la razón por la que nunca me he enamorado de otra persona, la razón por la que nunca he tenido pareja. Siempre he pensado en ella como la única persona con la que me gustaría estar. Por eso mismo me he cerrado y siempre he negado cualquier tipo de relación de pareja, más allá de la amistad.

Supongo que siempre la he estado esperando, y llevo haciéndolo toda mi vida.

Sin embargo, también soy consciente de que es muy probable que Érika y yo tampoco acabemos juntos, y mucho menos pase el resto de mi vida junto a ella. Porque somos muy diferentes, somos muy distintos. Somos los polos opuestos el uno del otro. Y precisamente por nuestras diferencias dudo mucho que lleguemos a congeniar, a llevarnos bien o a convivir en pareja. Son bastantes las diferencias que nos separan.

También me doy cuenta, con gran pesar, de que llevo un enorme peso a la espalda. Un peso con el que llevo cargando yo solo desde hace más de diez años, y puede incluso que quince. Son pocas las personas que conocen mi secreto, y eso hace que sea más pesado y doloroso para mí. Por eso mismo siento que ya estoy cansado, ya estoy agotado de cargar con él. Quiero librarme, quitármelo de encima, sentirme bien. Y eso sólo lo conseguiré si le digo toda la verdad a Érika.

Esa es la única forma de quitarme esta timidez que aún conservo de mi infancia, de soltar la carga, de sentirme bien conmigo mismo y sobretodo de ser libre. Esa es la única forma de que la persona que quiero sepa lo que siento por ella. Solo así podré ser libre y abrir mi corazón a los demás. Sólo así tendré el valor de aceptar una relación de pareja, de querer sin timidez y sobretodo de amar sin limitaciones.


Ha llegado el momento, la hora de decirle la verdad. Por fin voy a cumplir lo que no hice ni en 4º de la ESO ni en 2º de Bachillerato. Ha llegado el momento de confesarme, de declararle mis sentimientos a la persona amada. Ahora que hemos terminado estos cuatro años de carrera universitaria y nuestros caminos se separan, ha llegado la hora de decirle toda la verdad. Y esta vez sin timidez ni contemplaciones. Directo al grano.

Esta es la prueba, el reto, el desafío individual que me impongo y que significa mi propia superación personal. Si lo consigo, habré madurado y por fin me sentiré libre. Libre de querer, de amar. Podré enamorarme de cualquier otra persona igual que lo estoy de Érika, abrirle mi corazón y amarla como realmente se merece.

No tengo la menor idea. No sé lo que pasará. En el caso de que me acepte me sentiré muy contento de haber logrado nuestro final feliz. Si por el contrario me rechaza estoy seguro de que lloraré. Lloraré tanto o más como nunca antes lo he hecho en mi vida. Pero será un dolor necesario, un dolor liberador que dejará por fin mi conciencia tranquila. Tanto si me acepta como si me rechaza, en ambos casos sufriré un importante y profundo cambio. Un cambio que es muy probable altere todo mi mundo y mis sentimientos.

Ha llegado la hora de conocer el final de esta historia, que empezó por un inocente beso infantil en la mejilla y terminará por una declaración de amor el día de graduación de nuestra orla universitaria. Ha llegado el momento de escribir la última página, de llegar a la conclusión, al epílogo, al irremediable e incierto final. Porque si no se lo digo ahora, estoy seguro de que me arrepentiré el resto de mi vida.

No tengo miedo. Voy a ser valiente. Pase lo que pase, todo ha de terminar ahora.

Y esta vez prometo sentirme libre...por siempre jamás.

lunes, 20 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 36)


Ha pasado un año desde que fui como maestro de prácticas al colegio donde estudié siendo niño. Durante esas siete semanas no solo volvieron recuerdos y sensación de nostalgia, sino que también regresaron a mí sentimientos que hasta ese entonces había creído perdidos para siempre. Nunca imaginé, en ningún momento de mi infancia y adolescencia, que algún día volvería al mismo centro donde estudié, ni tampoco que volvería a enamorarme de la misma persona por segunda vez. Resulta curioso descubrir cómo los caminos de la gente vuelven a cruzarse, del mismo modo que los sentimientos vuelven a transformarse. ¿Será cosa del destino? ¿De la casualidad? ¿O tal vez no es más que otra pequeña parte de "lo inevitable"? Sea lo que sea lo cierto es que los hechos suceden, sin más, y a menudo no se sabe por qué. Simplemente ocurren.

Érika y yo volvemos a coincidir juntos en la misma clase, durante nuestro cuarto y último año de carrera universitaria. El principal motivo se debe a que ambos elegimos la mención de Inglés, queriendo ser los dos maestros especialistas en la enseñanza de la lengua extranjera Inglés. Elijo esta mención porque desde siempre se me ha dado bien dicha lengua, y también porque considero que podría ser un buen profesor para enseñársela a niños y niñas de Primaria. Aunque al principio iba con intenciones de ser maestro de Educación Física, al final opto por los idiomas. Las recientes opiniones por parte de alumnos y profesores, los planes de la Consejería de Educación, y tal y como se presenta el cercano futuro bilingüe en las escuelas, creo que he tomado la decisión acertada.

De esta manera comparto aula de nuevo con la persona que acaba de convertirse por segunda vez en mi amor platónico, y con quien vuelvo a rememorar algunos de los momentos vividos en el colegio o en el instituto. Así, por ejemplo, vuelvo a ponerme nervioso cuando Érika está cerca, cuando hablo con ella, cuando se dirige a mí por mi nombre, cuando la veo de lejos pasar, cuando recibo un mensaje suyo por el móvil, cuando veo su coche aparcado, cuando me lleva en él las ocasiones en que no dispongo del mío, cuando nos despedimos, cuando me sonríe, cuando me da las gracias... En todos ellos mi corazón vuelve a latir a tanta velocidad a como lo hacía cuando la miraba en el colegio siendo niño, o en el instituto siendo adolescente.

Los síntomas y sus evidencias aumentan del mismo modo cuando a veces, al mirarla a los ojos, desvío de repente su mirada, sonrojado hacia otro lado. También suelo sonreír inconscientemente con esa maldita sonrisa tonta enamorada, igual que lo hacía cuando era pequeño. Para mi sorpresa, y por supuesto absoluta vergüenza, me estoy comportando como lo hacía cuando era un chiquillo adolescente. ¡Y encima siendo un hombre adulto de veintidós años!

Son varios los momentos que paso con Érika en nuestro último año de carrera universitaria. Entre ellos mis repentinos parones y posteriores silencios en las presentaciones al resto de la clase, cuando al mirarla a los ojos sentada entre el público de pronto me quedo en blanco y me cuesta volver a hablar. También los esquivos de miradas en las clases de Plástica, donde evito mirarla y me concentro en mi trabajo para que no se note mi estado emocional. Aún así, hay momentos en los que estamos tan cerca el uno del otro que es imposible no mirarnos. Y lo peor de todo es que, a veces en esos mismos momentos, incluso mis nervios me ponen tan nervioso que tiemblo por dentro y no le digo nada. Pasamos al lado sin decirnos absolutamente nada.

Mi mayor miedo, después de todo este comportamiento inmaduro e infantil, es que Érika piense que paso de ella, que para mí no es nadie, que es otra compañera de clase más. Tengo miedo porque me da la impresión de que es así como la trato, y así es como debe de verme ella a sus ojos. Tengo miedo porque me invaden los nervios, la sensación del qué pensará de lo que hago o dejo de hacer, de lo que digo o lo que demuestro. Vuelve a asaltarme el miedo de la duda, de lo incierto, de la intriga...y eso mismo es precisamente lo que me impide tratar a Érika, lo que hace que me aparte y me aleje de ella.

Pese a todo, cuando no estoy en clase, todavía pienso continuamente en ella. Y el estado de mis emociones se plasma en un poema que escribo recientemente, como prueba de lo que siento. Dicho poema, al que titulo "Sonrío", dice así:

Te veo y sonrío
Te oigo y sonrío
Tu sola presencia me hipnotiza
de tal forma que me paraliza
Te imagino y sonrío
Te recuerdo y sonrío
Tu sola voz me tranquiliza
pero a la vez me aterroriza
Te admiro y sonrío
Te añoro y sonrío
Tu sola sonrisa me anima
a la vez que me ilumina
Te niego y sonrío
Te aparto de mi mente y sonrío
Tu sola mirada mi infunde paz
y al mismo tiempo cálida seguridad
¿Qué será pues, esto que siento, con solo ver tu imagen?
No se trata de odio,
pero creo que tampoco amor.
Lo único que sé
es que cuando te veo y oigo,
cuando te imagino y recuerdo,
cuando te admiro y añoro,
e incluso cuando te niego y aparto de mi mente,
no importa la distancia.
Siempre sonrío al pensar en ti.

A medida que pasa el tiempo, más me doy cuenta cada día de que estoy enamorado de Érika. Y esa sensación de extrañarla la siento sobretodo durante los meses de prácticas en otro colegio este último año. Los dos elegimos centros diferentes, y pasamos más de seis meses separados volviendo a ejercer como maestros de prácticas, esta vez en la mención de Inglés. Todas las mañanas en mi nuevo colegio la extraño y pienso en ella. Echo de menos verla en las jornadas lectivas, cruzarnos por los pasillos, en la sala de profesores, sentarnos juntos y charlar en los recreos... A pesar de tener a otra nueva compañera de prácticas, siento que no es lo mismo sin Érika. Me deprimo un poco al saber cada mañana que no voy a verla, cuando antes lo hacía todos los días.

Al cabo de los siguientes meses, mientras hago mis prácticas como maestro de Inglés, pienso en ella. Pero sobretodo también pienso en mí, en mi felicidad, en lo que realmente quiero...y por fin llego a una conclusión.

He tomado una decisión.

martes, 14 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 35)


Los días en el colegio pasan. Mi vida como maestro en prácticas continúa. Cada día los niños no solo aprenden de mí, sino que yo también aprendo de ellos. Aprendo de ellos a saber tratarlos, a enseñarlos, a educarlos, a regañarlos, a castigarlos sin recreo y en general a ser un maestro, en todos los sentidos de la palabra. Pero no solo aprendo de ellos sino también de los propios profesores, e incluso de mi compañera de prácticas.

Mi interacción con Érika aumenta estando los dos en el mismo colegio. La veo todos los días, y todos los días no puedo evitar fijarme en ella. A menudo la veo rodeada de los niños de su clase, todos llamándola cariñosamente por su nombre y abrazándola. Ella les corresponde y los saluda, acariciándoles la cabeza y preguntándoles qué tal están. Todos parecen quererla, y ella a su vez también parece quererlos a ellos. Cada vez que la miro pienso con seguridad que Érika va a ser una gran maestra, porque lo lleva por dentro. Es justo lo que quiere ser desde siempre, desde que era pequeña.

De ella igualmente aprendo muchas cosas, y a veces incluso intento imitarla. Así por ejemplo también pregunto por los niños, trato de prestarles más atención, dejo que cojan mi mano y caminen agarrados a ella, y sobretodo intento solucionar sus problemas, en la medida de lo posible. Todos esos pequeños gestos contribuyen en mayor medida a mi formación como docente, que enriquecen mi interacción social y me permite abrirme más al alumnado. Me viene bien puesto que voy a dedicar mi vida a educar a niños y niñas.

Son pocas las ocasiones en las que tengo oportunidad de estar con Érika, los dos en una misma clase. En esas ocasiones ambos enseñamos a uno o varios niños a hacer los deberes en diversas materias y a leer, corrigiendo sus fallos y premiándolos por sus logros. Los dos estamos pendientes de que lo hacen todo correctamente y procuramos hacer bien nuestro trabajo, de la misma forma en que lo hacía con nosotros nuestra tutora de Infantil mucho tiempo atrás.

Cuando la miro ejerciendo como maestra sonrío inconscientemente. Pero no una sonrisa cualquiera, sino la misma sonrisa que tenía hace muchos años, cuando la veía de pequeño. Es en esos instantes cuando de pronto me quedo perplejo y pensando "¿Pero qué estoy haciendo?", y enseguida bajo de las extrañas nubes en las que acabo de subir, sacudiendo la cabeza. Lo malo es que no me ocurre una sola vez sino muchísimas, y empiezo a temer lo peor.

Los indicios aumentan cuando paso diversos momentos junto a Érika. Entre ellos cuando ayudamos a un niño entre los dos, cuando colocamos los adornos para el festival de Navidad, cuando hacemos el informe de la universidad juntos, cuando me siento con ella en un banco y charlamos, cuando esperamos fuera la primera hora de la jornada, cuando la veo en el patio desde la ventana y al revés, cuando la encuentro en los pasillos o coincidimos en la sala de profesores haciendo fotocopias... Incluso una vez la acompaño un día de lluvia a última hora los dos bajo mi paraguas, para que llegue a su coche sin mojarse. Durante el camino tenemos que saltar un pequeño río y por accidente caemos con los pies en él, salpicando y empapándonos todos los pantalones hasta las rodillas. Ambos reímos y entonces seguimos corriendo, donde más adelante se encuentra su coche y me da las gracias por acompañarla.

Todos esos pequeños momentos, esos instantes que pasamos juntos y que suceden igual que lo hace una estrella fugaz, poco a poco hacen que mi corazón vuelva a latir cada vez a mayor velocidad. De la misma forma que solía hacerlo en el pasado. Al final y por mucho que trato de engañarme, por fin me doy cuenta de que no es ninguna coincidencia, no es ninguna ilusión, no es ninguna casualidad...realmente está ocurriendo. Y aunque nunca lo hubiera deseado desde el último año del instituto, en realidad me siento feliz por estar así.

Bastan solo siete semanas para darme cuenta de que un sentimiento que creía enterrado para siempre nunca desapareció del todo. Bastan solo siete semanas para que vuelva a nacer, para que vuelva a resurgir. Bastan solo siete semanas para que vuelva a ponerme nervioso y a sonreír como un idiota cada vez que me saluda. Bastan solo siete semanas para esquivarla, para esconderme de ella y pensar que me ha visto, muriéndome de vergüenza. Bastan solo siete semanas para temblar, para latir el corazón a toda velocidad, para comportarme de nuevo como un crío, para preocuparme por el qué pensara de mí...para convertir a esa persona en el centro de mi universo.

Cuando ya no tengo la menor duda decido hacerle un regalo, porque me apetece y porque quiero decirle algo importante. Así compro una cinta roja, se la ato alrededor del cuello a un osito de peluche color crema y le escribo una nota pegada en ella que dice: "¡Muchas gracias por todo, Érika!"

Así, el último día de prácticas y que coincide con el festival de Navidad, después de bailar incluso los dos solos en el escenario frente a los niños y sus padres, le regalo con nervios el osito a Érika. A primera vista parece gustarle y me da las gracias, antes de llevárselo con una sonrisa. Yo también sonrío y ambos decimos adiós una vez más a nuestro querido colegio y a sus profesores, quienes se alegran de ver que seremos maestros igual que ellos, e igualmente nos dan las gracias por todo.

Yo sonrío y me marcho feliz. Resulta irónico volver a enamorarse del mismo amor platónico de la infancia, justo en el mismo centro donde lo conoces por primera vez. Ahora por fin puedo afirmar sin lugar a dudas lo evidente...

Me estoy volviendo a enamorar de Érika.

lunes, 13 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 34)


De entre las muchas cosas que esperaba para el futuro, nunca imaginé que algún día volvería al colegio donde estudié siendo niño, pero convertido en maestro. Se trataba de una idea que hasta para mí me resultaba imposible, inaceptable, improbable e inconcebible. Ya tenía experiencia y hasta cierto punto incluso me imaginaba cómo debía de ser eso de dar clases, tratando con niños y educándolos para convertirlos en mejores personas. Al principio suena muy bonito, pero si luego se recuerdan los gritos, los reproches y los recreos castigados, además de las quejas del tutor y su agitado estrés de vida, lo cierto es que a más de uno se le quitan las ganas de ser profesor.

Por todas esas razones desde pequeño no quería ser maestro, y recuerdo perfectamente las veces que afirmaba, con toda la confianza y la seguridad del mundo, que nunca en mi vida iba a ser uno. Lo tenía más claro que el agua.

Y sin embargo me encuentro aquí, ahora, en el mismo colegio donde estudié, rodeado de todas mis maestras y maestros que alguna vez me enseñaron, acompañado además de mi compañera de clase de toda la vida Érika. Ambos somos ahora maestros de prácticas, estudiando para lo mismo que ellos, y cuyo objetivo laboral es estar algún día en pie delante de una pizarra, al frente de un aula llena de niños y niñas que, como nosotros en el pasado, también deberemos enseñar y educar para convertirlos en personas.

Así recibimos la bienvenida al centro por parte del nuevo director, distinto al que teníamos en nuestra infancia, del equipo directivo y del conjunto general del profesorado. Todos nos ayudan y nos explican lo fundamental para ser docente, conforme acudimos cada día y nos ponemos en la piel de un auténtico maestro de primaria. Por primera vez en mi vida también entro en la sala de profesores y descubro los entresijos que esconde el colegio, totalmente desconocidos a cuando era niño. En general vuelvo a ver todo lo que ya conocía y explorando cosas nuevas, pero no ya desde los ojos de un alumno sino desde los ojos de un maestro.

Por supuesto, aún permanecen en el centro algunas de las profesoras y profesores que nos dieron clase a Érika y a mí siendo pequeños, y que se alegran de volver a vernos convertidos ya en adultos. Se llevan una gran sorpresa conmigo, ya que de mi compañera sabían que quería ser maestra, antes de abandonar el colegio. Me acuerdo de todos ellos y de los momentos que pasaba en sus clases, todavía muy presentes en mi memoria. También coincide con nosotros la tutora que tuvimos en Infantil con cinco años, la misma que fue a vernos en la graduación del último año del instituto. Los dos deseamos volver a su misma clase con ella.

Érika y yo nos dividimos en distintos cursos, y cada semana cambiamos de una clase a otra para intentar conocer los tres ciclos de Primaria, además de Infantil y alguna que otra aula especial. Recorro los pasillos, las clases, la cancha, el patio, los despachos de secretaría y del director, y no puedo evitar pensar en la nostalgia. Cada vez que lo hago me veo a mí mismo diez años atrás caminando por ellos, sentado en una de las sillas mirando la pizarra, haciendo fila para salir del aula, o corriendo en la cancha jugando en los recreos. Cancha que por cierto han derruido para construir en su lugar un nuevo pabellón de deportes, y que le quita cierto encanto al recuerdo.

Por otro lado, la tutora de Infantil también me provoca esa misma sensación, cuando me encuentro con ella en su clase. Me presenta a sus nuevos niños, quienes me miran con curiosidad y no dejan de hacerme preguntas. Más de uno se piensa que no soy adulto sino adolescente, y me pregunta si vengo del instituto, debido a mi apariencia juvenil. Se quedan asombrados con la boca abierta cuando la profesora les dice que vengo de la universidad y que Érika y yo fuimos alumnos suyos cuando teníamos su edad. Los niños lo flipan con la noticia y se emocionan, hasta que la tutora los manda a callar y de nuevo retomar la clase.

Durante las mismas la profesora me explica muchos de los trucos de la profesión, algunas facilidades y dificultades, y sobretodo formas y métodos para hacer que los menores me respeten. Incluso a veces me deja a mí al cargo de la clase cuando ella se tiene que ir unos minutos por cualquier motivo, dejándome las instrucciones previamente explicadas. En algunas de esas ocasiones leo un cuento con ellos, hacemos ejercicios y actividades en la pizarra, e incluso propongo algún que otro juego como premio por haber terminado los deberes. A veces la tutora también observa cómo doy la clase y corrige mis fallos, comentándolos y siempre interviniendo cuando ve que sus niños se pasan de la raya. Me dice que soy demasiado bueno con ellos y que no debo dejar que se me suban a la cabeza, porque si les ofrezco una mano agarran el brazo entero. También me dice que un maestro no debe nunca perder el control de la clase, o de lo contrario todo se desmorona.

A estas alturas me asombra ver que la misma tutora que me educó siendo pequeño me sigue enseñando, no solo con cinco sino también con veinte años. Quién lo diría.

Respecto a los niños, igualmente descubro que han cambiado. Ya no son a como lo éramos la generación de Érika y la mía, quince años atrás. Ahora se han vuelto más caprichosos, más maleducados y sobretodo más impertinentes. Nosotros no éramos así con esa edad, que yo recuerde. Por poner un ejemplo un niño malcriado me empareja con la profesora de Educación Física, afirmando que tengo relaciones sexuales con ella. Otro me arroja varias veces los materiales de su mesa, en ataques de ira. Algunos me llaman cabrón e hijo de puta. Otros simplemente hacen el corte de manga u obscenos gestos con las manos. En definitiva pienso que los niños están cada vez peor, teniendo en gran medida la culpa los propios padres.

Gracias a este tipo de casos aprendo de igual modo a cómo no educar a un niño, conocimiento que puede serme útil si el día de mañana decido ser padre. Esto de ser maestro también tiene sus ventajas.

Sin embargo, no todos son tan malos. Muchos de ellos también son buenos. Incluso yo diría que unos auténticos ángeles en miniatura. Cometen sus travesuras, como todo niño en su infancia, pero travesuras sanas. También son muy cariñosos y agradecidos. Algunos siempre que me ven corren a abrazarme en grupo, gritando con cariño mi nombre. Una vez casi logran tirarme al suelo cuando se agarran a mis piernas y por poco pierdo el equilibrio. Otros me regalan preciosos dibujos en los que salimos ellos y yo, en tamaño grande y rodeado por todos más pequeños. Cada vez que los veo sonrío y pienso si me verán como una segunda figura paterna.

Los más grandes, como los del tercer ciclo, son más despegados e independientes. Es normal puesto que son preadolescentes. No me regalan abrazos y son más reticentes. Sus travesuras van más enfocadas al ámbito del amor y las relaciones de pareja. Se enfadan si se propaga el rumor de que a alguien le gusta otro alguien, y la noticia corre como la pólvora en el resto de la clase. También critican lo guapo o feo que es un chico o una chica, y lo vanaglorian en función de sus atributos corporales. El ejemplo de este caso son un par de niñas de sexto que se acercan un día y me dicen que estoy muy bueno, para luego salir corriendo entre risas tontas.

También tienen la mala costumbre de emparejar profesores, sobretodo los más pequeños. Y eso mismo hace uno cuando nos ve a Érika y a mí sentados un día en un banco durante el recreo, preguntándonos que si somos novios. Érika y yo nos miramos al mismo tiempo y echamos a reír. Luego le decimos que no, que solo somos amigos.

En general la experiencia como maestro me agrada, no me arrepiento de estar aquí en un colegio dando clase.

Y lo declara el que una vez dijo que nunca iba a ser maestro.

domingo, 5 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 33)


Mi vida universitaria transcurre con total normalidad, igual que lo ha hecho siempre desde el colegio y el instituto: acudir a clases por la mañana y estudiar por la tarde. Sin embargo, la diferencia es que ahora dedico más tiempo a otras cosas de suma importancia, como por ejemplo ir a la autoescuela para conseguir el carné de conducir, o asistir a la escuela de idiomas para mejorar mi nivel de inglés. Incluso me apunto a un nuevo deporte recomendado por mis amigos, un arte marcial llamado Taekwondo, en la escuela municipal de mi localidad. Gracias a esto ahora hago ejercicio y me mantengo en forma, ya que hace muchos años que no me inscribo en ningún deporte, y además también aprendo técnicas de defensa personal, que siempre viene bien contra personas que intenten atacarme.

Mi amistad con mis antiguos compañeros del instituto prácticamente se ha perdido. Todos los chicos y chicas con los que hace un año compartía clase ya los he perdido no solo de vista sino también de contacto. La gran mayoría porque no los trataba mucho, pero con los más cercanos simplemente porque cada uno ha elegido su propio camino, en el que conoce a nueva gente y por supuesto nuevas amistades, las cuales reemplazan a las anteriores. Es bastante similar al cambio del colegio al instituto, pero lo cierto es que no me importa. Ahora conozco a gente y nuevos compañeros también divertidos, pero a decir verdad aún sigo echando de menos a Laura y Mandy, entre otras de mis amigas. Las risas y bromas que compartía con ellas no las hago con la nueva gente madura que me rodea.

A pesar de tener a Érika y a nuestra compañera particular en la misma facultad, no estamos en la misma clase. Es exactamente igual que el primer año de instituto, cuando nos separaron en distintas aulas, solo que en la matrícula acabamos en cursos diferentes. Aunque sí es cierto que me hubiera gustado tenerla como compañera de clase, en realidad con mis nuevas compañeras y compañeros tampoco estoy tan mal. Al menos, la veo por las mañanas y en alguna que otra ocasión en el viaje de vuelta en autobús.

El tiempo pasa. El primer año se acaba. Apruebo todo con buenas notas. Y lo mejor de todo es que ya por fin consigo el carné de conducir. Eso cuenta con la ventaja de que ya no seguiré dependiendo de nuestra compañera de facultad, ya que conduzco mi propio coche, pero también significa dejar de ver a Érika por las mañanas. Por suerte ella también logra conseguir el carné, varios meses antes que yo, y ambos compartimos la nueva letra "L" en la ventanilla trasera de nuestros vehículos, durante nuestro primer año como conductores noveles.

El segundo año de carrera universitaria sigue igual que el primero. Nuevas asignaturas, nuevos profesores, nuevos temarios y contenidos, nuevo alumnado y por supuesto nuevas amistades. Es en este segundo año (curiosamente el mismo que en el instituto) cuando conozco a dos nuevas chicas con las que trabo amistad: Lidia y Paula, ambas también aspirantes a maestras de primaria. Enseguida no tardamos en conectar y darnos cuenta de que tenemos los mismos gustos y aficiones, como que los tres somos otakus y nos gusta todo lo relacionado con Japón o el anime y el manga, además de los videojuegos. Compartimos risas y bromas propias, y nos lo pasamos bien juntos. En ese sentido me recuerdan mucho a Laura y Mandy, a quienes apenas veo ya debido a mi cambio de transporte.

Junto a ellas también conozco a dos chicas más, muy originales y divertidas, por no hablar de un par de hermanos gemelos muy agradables y simpáticos que en más de una ocasión nos hacen reír con sus payasadas. En total los siete formamos un grupo de lo más variopinto y singular, cada uno con sus particularidades, pero compartiendo en común nuestro amor por Japón y por quien consideramos el rey de la animación: Hayao Miyazaki. Incluso exponemos un trabajo sobre él y sus películas en relación a la educación, ante el resto de la clase.

Lidia y Paula empiezan poco a poco a ocupar los lugares de Laura y Mandy, y aún a pesar de que todavía sigo hablando a veces con ambas, las cosas ya no son como antes. El cambio de estudios y el que estemos tantos ciclos separados hace que con el tiempo nuestra relación se enfríe, hasta el punto de que incluso las bromas que hacíamos antes ya no tienen la misma gracia ahora. Las conversaciones son ahora más formales, menos divertidas, más apagadas, más ordinarias. Todo se vuelve repentinamente más normal y corriente, como si habláramos con cualquier persona desconocida de la calle.

Los tiempos cambian, igual que las relaciones y las amistades. Cada uno madura de distinta manera, y muchas veces ese resultado de maduración a menudo no encaja con el de otras personas, bien sea porque los gustos y las aficiones cambian, o bien porque las formas de ser y estilos de vida no son compatibles. En cualquier caso noto que la amistad que tengo con Laura y Mandy ya no es la misma de antes, y eso es algo innegable.

Algo similar me pasa con Érika, con quien a pesar de no haber tenido una gran amistad como las anteriores, en este segundo año de carrera también he perdido el contacto. Es normal, puesto que ya no quedamos a las siete de la mañana ni tampoco vamos en el mismo coche de nuestra compañera. Además cada uno ya tiene su propio carné, de modo que cogemos nuestro coche y vamos y volvemos de clase por separado. Sí que seguimos saludándonos cada vez que nos vemos y con una gran sonrisa, pero no es como antes en primer año. Lo cierto es que hecho de menos esos momentos cotidianos que vivía con ella.

Sin embargo, no es hasta el siguiente tercer año de carrera cuando por fin volvemos a coincidir en la misma clase, aguardándonos a su vez una inesperada sorpresa. Siendo en tercer año el primero en el que hacemos las prácticas externas, los dos fijamos el objetivo en un mismo centro escolar para ejercer por fin como maestros de prácticas.

Ése objetivo no resulta ser otro que el mismo colegio de Educación Primaria en el que estudiamos los dos siendo pequeños. Y también el mismo en el que nos conocimos por primera vez siendo niños de tres años de edad.

viernes, 3 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 32)


Los siguientes días y semanas se convierten en una extraña serie de sucesos que cambian mi interacción y forma de ver a Érika. Si antes la trataba poco ahora lo hago más, ya que coincidimos en varios momentos del día, en su mayoría por la mañana. Durante esas ocasiones hablamos más que cuando lo hacíamos estando en el colegio o en el instituto, y es precisamente en esos momentos cuando tengo oportunidad de conocer mejor a la que hasta hace poco era la persona que me gustaba.

Al ser el primer año y todavía sin carné de conducir, Érika y yo nos ponemos de acuerdo con una compañera común que también va a la misma facultad, que se ofrece a llevarnos en su coche y con quien vamos por las mañanas. Me levanto temprano y acudo puntual a las siete de la mañana frente a la puerta de su casa, donde también aguarda Érika. Allí esperamos los dos de pie, hablando, mientras contemplamos a esa hora los colores cálidos en el cielo del bonito amanecer por la mañana, junto a la playa.

A media jornada también suelo encontrarla por los pasillos, en reprografía o por los alrededores de la facultad. Siempre que nos vemos paramos a saludarnos y a comentar que tal nos va en nuestros estudios, nos preguntamos dudas, o simplemente criticamos a algún que otro profesor y sus manías. A veces incluso vamos a desayunar juntos, en compañía de nuestra amiga común, a la espera de la siguiente hora de clase.

Los encuentros terminan en el viaje de vuelta, cuando finaliza la jornada. Son varios los días que encuentro a Érika en el autobús de regreso a nuestra localidad, que está a más de veinte kilómetros de la universidad. Siempre que me ve me saluda y sonríe, y nos sentamos juntos al lado de la ventana. Durante el viaje hablamos un poco de todo, desde temas de estudio y del curso hasta nuestras propias metas y aspiraciones personales. En uno de esos viajes Érika me explica que desde muy pequeña siempre ha querido ser maestra, y que lo tenía muy claro desde hace muchos años. Yo también le cuento mi aspiración infantil de ser veterinario, pero que por causas de ramas de estudio al final me decanté por la docencia. También le confieso que mi madre tuvo mucho que ver en la decisión final, ya que fue ella la que me abrió los ojos.

En general hablamos más, y gracias a eso tengo la oportunidad de conocerla mejor, como nunca antes lo había hecho.

Cada vez que lo pienso no puedo evitar recordar a mis "yo" del pasado: tanto el niño como el adolescente. Ambos habrían dado lo que fuera por estar viviendo esos momentos, como por ejemplo ir con Érika en el autobús, desayunar en la cafetería, reír con ella a la espera de la siguiente hora, o lo que es mejor: contemplar los dos juntos un bonito amanecer a las siete de la mañana. Estoy seguro de que a los dos nos les habría importado madrugar para vivir esos instantes, que habrían considerado sacados de un verdadero y dulce sueño.

Pero claro, eso es lo que habrían pensado mis "yo" del pasado. Mi "yo" del presente no lo ve de la misma forma ahora. Ya asimilé desde hace tiempo que no me gusta Érika, y por eso no la veo con los mismos ojos de antaño. Tampoco me pongo nervioso cuando estoy con ella, y eso es una señal positiva. Quiero dejar de sentirme preso de un amor platónico que no va a ninguna parte, y que además estoy seguro no tiene ni tampoco tendrá futuro.

Sin embargo, siempre surgen complicaciones. A decir verdad me siento a gusto con su compañía, no ya como amor platónico, sino como compañera de estudios. Me doy cuenta de que estoy descubriendo cosas de ella que me gustan y me agradan, y por primera vez otras que no tanto pero no me importan. Estoy conociéndola más y mejor de lo que en nuestros dieciocho años hemos estado como compañeros de clase en el colegio y el instituto.

Pero claro, conocer mejor a una persona conlleva también un importante riesgo: el de enamorarse de ella. Y ése es el riesgo que estoy viviendo ahora, a pesar de repetirme una y otra vez que voy a olvidarme de Érika.


Del mismo modo, casualmente encuentro en estos días una estropeada caja en el trastero, con todas mis viejas pertenencias del instituto. Entre ellas descubro los 41 capítulos escritos de una historia fanfiction de Final Fantasy, a la que había titulado "Final Fantasy: Memories of a Promise". Desde el momento en que la veo no puedo evitar recordar a mis amigas Laura y Mandy, con sus respectivos fanfics de Pokémon y Kingdom Hearts, y una tremenda nostalgia invade mi memoria. Desde luego, hace bastante tiempo que dejamos de escribir esas historias infantiles, igual que yo con la mía.

Releo algunas de sus páginas, rememorando aquellos tiempos en los que leíamos nuestros capítulos y comentábamos lo guays que eran, así como también la espera para seguir leyendo el siguiente. Ahora que leo el mío, en realidad me parece muy infantil. Recuerdo el último capítulo escrito, el 41, y por dónde había dejado la historia. Lo cierto es que llevaba más de la mitad escrita.

De repente me acuerdo de los blogs y de las páginas web donde se publican este tipo de cosas, escritas por fans, y una bombilla se enciende inmediatamente en mi cabeza. ¿Por qué no publicar yo también mi propio fanfic? Alomejor le gusta a alguien. Y, ¿quién sabe? ¿Y si la continuo y la termino? Faltan poco más de diez capítulos, ¿por qué no intentarlo?

De esa forma cojo la caja, la subo a mi habitación y empiezo a releer el primer capítulo. "No me gusta nada"- pienso- "Hay que retocarlo". Hago lo mismo con el segundo y tercer capítulo y, en menos de 3 días, por fin los termino. "Si veo que no le gusta a nadie, lo dejo"- vuelvo a pensar.

Así creo mi primer blog, llamado "Memories of a Promise" en honor a su título, y publico mi primera entrada.

Nace el sitio web dedicado a mi fanfic, a mi historia.